Monografias.com > Sin categoría
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Variaciones de un desvarío (página 2)



Partes: 1, 2

"Mi realidad es irónicamente tergiversada. Tu
ausente melancolía, tus pasos infernalmente femeninos y tu
boca de ceniza volcánica, son el premio a mi
platónica visión, aquella de mi
utopía"

La nota, parecía llorar la ausencia de la
mística. Ese pequeño trozo de papel se presentaba
como un espejo que reflejaba un pasado incidental, su perfume
perdido entre hedores, su inconstancia de luna en sus
fases.

Los estudios en la facultad se presentan como un
diabólico tarot clandestino, regido por manos distantes,
que dictaminarán en un porcentaje, un futuro. La
mística subía las escaleras con la mi- rada perdida
y distante. Hoy era agua: eterna y necesaria. Entre sus manos
saltaba un papel mi- núsculo. Antes de entrar, miró
a una sombra ex- tender la mano en la puerta de entrada al curso,
abandonando a su suerte a un mensaje anónimo.

– Esto es para ti. Sentenció ella, con su voz me-
tafísica, al hallarse delante de la sombra.

Él lo tomó entre las manos y miró
su rostro de durazno, sus ojos fijos, su cabello negro, reco-
gido en una cola de caballo.

– ¿Te gustaría tomar un
café… o un… algo? In- quirió
él.

– Un café está bien.

Un frío brutal se suspendió entre ellos,
un frío que sienten los seres humanos antes de
expirar.

Caminaron y "detuvieron el tiempo, por todo el tiempo
que desearon", bajo la sentencia de Baricco.

Él era como la nota de una canción triste,
era un Dante en su camino por el infierno, en busca to-
davía de un Virgilio que lo guíe.

– ¿Cómo te llamas?

– Mi nombre es irrelevante

– He recibido tus mensajes.

Entre los dos aún se sentía un
maniático vacío. Toda ella era vida, naturaleza,
fruta; él era un paisaje de la ciudad después de
una larga y fuerte lluvia de abril.

– ¿No piensas leer lo que te he
escrito?

– No todavía.

– ¿Y no deseas decirme nada?

– Quisiera decirte muchas cosas, solo que aún no
se inventan las palabras. Te he explorado como al desierto
más extenso y te he encontrado pequeña e indomable.
Te he tratado de descifrar y me he perdido entre tus valles de
silencio. Hoy que estás delante de mí, te destruyo
en partícu- las para conformarte en recuerdo. Nuestras
eda- des son imparejas, te llevo años enteros de tristeza
y eres mucho más adulta que yo en inocencia.

– ¿Y cómo me ves?

– Te ve como la sombra de mi destierro, de co- lores. Te
veo como mi posibilidad teocida.

– De color café y azul, por mi pantalón y
por mi blusa.

– No… por el blanco de tus alas. ¿Y
tú cómo me ves?

– Eres un ilógico pasatiempo, nefasto pero en-
tretenido. Tienes cosas que no necesito y te pre- sentas como una
imposibilidad en un tiempo que ya está compartido, y que
aún no he construido.

Una breve lágrima los amparó a ambos.
"Él no estaba para discursos serios y un adiós es
un dis- curso serio".

– Es nuestra despedida, te dejo antes de mar- chitarte,
de ensuciarte el currículum con mi presencia.

– Te aparto, mis fases de luna no son compati- bles con
tus noches meditabundas y errantes.

– Recordaré a saltos de memoria, la plausibili-
dad del eclipse.

– Y yo te enterraré, entre frases célebres
de al- gunos locos de la historia, entre calendarios y el azar
que es mi palabra favorita. Después de todo, habría
que ver qué pasa… finalizó ella.

Él se levantó, tomó sus cuadernos
encerrados en una mochila y se alejó sin verla, por miedo
de extrañarla antes de tiempo; ella, vació su taza
de café y miró los pasos del anónimo,
alejarse entre las risas de estudiantes bulliciosos.

TRES

Un tiempo después, encontró el papel en su
bol- sillo, en él, el cuasi dibujo de una flor resaltaba
entre los cuadros de la hoja, y una pequeña nota, con
letras negras:

"Que la vida te sorprenda con buenas cosas"

La dobló y la colocó en el baúl de
los recuerdos. Nunca más volvieron a verse.

EL
INICIO

"Non era molto tagliato per i discorsi
seri.

E un addio è un discorso
serio"

AlessAndRO BARiccO

El cuarto tiene las paredes llenas de cuadros fal- sos,
entre ellos, copias de las pinturas de Dalí, Botero,
Kingman y otros; iluminados apenas por el nacimiento
onírico de Apolo, perezoso y agitado. Aquel muchacho
soñaba el inevitable fin de una cadena de actos que
desembocaban en un reposo pseudo-calmo, "piano" como la
música de Verdi; aquel muchacho se revolcaba entre las
sábanas, derribando con sus pies, las columnas de libros
por leer que tenía al pie de la cama.

La bulimia de las horas de la noche, en el campo no
permite otra cosa; un grito despedido de un gallo madrugador,
abría la acción del día, lo có- mico
de lo vital, por consiguiente, la vida coti- diana, el peso
inerte de ser, cada día los mismos.

En el campo la vida es diferente, menos ordina- ria que
en la ciudad. Aquel muchacho tenía un laberinto en la
cabeza, ideas de pubertad, y quince inviernos a cuestas en las
espaldas, sufi- cientes para aprender a mirar a la cara a la neu-
tralidad del tiempo y del espacio. Su viaje a la metrópoli
sale a las diez de la mañana del día
siguiente.

Sus padres tenían una pequeña casa en las
afue- ras del pueblo, un par de animales que susten- taban las
labores cotidianas y económicas, que en conjunción
con lo sublime de la naturaleza, compensaban suficientemente a la
soledad y a la televisión, a los pequeños grandes
disgustos de la vida en sociedad. El chico de mirada tras-
tornada estudiaba en un colegio que se hallaba ubicado a casi
veinte minutos a pie desde su casa. Viajaba todos los
días. Para evitar el tedio del llanto de los
pájaros de la montaña, en las tardes de sol
mortuorio, decidió, por unanimi- dad consigo mismo,
conseguir un empleo. Sir- viente de una de las casas grandes en
el pueblo adyacente, en la que su nuevo jefe estaría espe-
rándolo, todos los días, de nueve de la
mañana a cinco de la tarde. Los tres primeros meses su
servicio fue óptimo, se desempeñaba de mara- villa,
aceptando ofensas y en algunos casos, gol- pes. El esclavismo, en
los pueblos campesinos, es aún un medio de vida
intransigente.

El muchacho se ha despertado, su madre ha en- trado en
la habitación y con lágrimas en los ojos le
recrimina su partida tan furtiva e insospe- chada. La muerte
ajena no es una cosa que se puede tomar en préstamo, es un
peso que se multiplica y que con el martirio del tiempo, llega a
agobiar.

Recuerdo. A los dos días de servicio en la casa,
había conocido perfectamente los vicios mun- danos de su
patrón, su prepotencia lo hacía más
insoportable que la clase de trigonometría. Todo
concordaba, tenía poder, tenía dinero, por lo menos
podía tener todas y cada una de las cosas que el dinero,
en este universo paranormal, puede comprar. Incluso el amor
garabateado de una de las chicas del pueblo, especial en un sen-
tido por demás abstracto. El nombre de la chica se
asimilaba al de la luna cuando está en cuarto creciente,
desbordaba paz, como la tierra antes de que dios
exista.

Al primer mes, para el joven aprendiz de ser hu- mano,
los gritos y los alaridos de su patrón, eran tan normales
como cotidianos, tener a medio pueblo en la boca,
indiscutiblemente, a su chica, hipotética y textualmente.
El patrón defendía una idiosincrasia particular,
como el señor de Renal, en Rojo y Negro: "Las
mujeres… siem- pre hay algo defectuoso en esas
máquinas", bajo las palabras de Stendhal. Una herencia
subjetiva de su padre, una tradición de casi toda la huma-
nidad.

Al llegar el tercer mes, el joven caminaba aque- lla
mañana por el patio de la enorme casa, que en la parte
interior tenía una construcción adi- cional,
modernizando el ambiente, el patrón había ordenado
la construcción de un baño sauna, especialmente
equipado para las reunio- nes con lo más selecto del
pueblo, siempre que sus condiciones o sus deseos estén en
juego. Un aliado más para sus
propósitos.

Aquel día, por el patio principal de la casa, la
chica de aspecto natural, que estaba sujeta al pa- trón
por deudas de juego que su padre, hace un par de meses,
había contraído con el terrate- niente;
entró en la casa, sus pies tenían armonía,
entraba como bailando con el viento y desha- ciéndose
entre las sombras. Desde un espacio apartado, el chico la
observaba, disfrutaba de su olor al entrar, su mirada perdida
entre sueños y su voz –repentina- pero casi
angelical. Al mirar el patrón a la chica, saltó de
su silla de tercio- pelo francés, ubicado en el despacho
más grande de la casa.

Mujer, me tienes colmado de tus impertinen- cias,
llegas cuando te da la gana y ni siquiera avisas cuando te has
largado. Habla ahora, no te quedes callada…

– No he tenido tiempo, mi padre está
enfermo…

– Yo no necesito a tu padre, sino a ti, que saldas su
deuda.

Mientras la tomaba de la cintura, la besaba a la fuerza
y ella luchaba por desasirse; parecía – toda ella-
lluvia encandilada.

– He chico, tú, llévame bebidas al
baño del fondo…

Mientras el chico fotografiaba en su memoria, de una vez
para siempre a la muchacha de los tonos opacos, escuchaba
más y más gritos, des- esperaciones y gemidos.
Debido a la normalidad del bullicio en la casa, el joven
descartaba esto como un posible anormal. Lo verdaderamente
anormal en aquella casa, sería una dosis, aunque sea
pequeña, de silencio.

Tomó en sus manos una bandeja con dos vasos
llenos de limonada con hielo dentro de ellos, y caminó
hasta la puerta del baño sauna, tocó dos veces en
la madera y el silencio fue el único que le
respondió.

Casi en tres segundos, la chica saldría semides-
nuda, llorando y gimiendo palabras que no se entendían muy
bien, una sola rozó el oído del joven:

– Es un infeliz…

Dejando los vasos en el piso, encontró la puerta
cerrada, en aquel cuarto sofocante. El calor es una muestra de
ira, el ambiente, en esa habita- ción, estaba demasiado
caliente. El patrón des- nudo, golpeaba la puerta con
insistencia y suplicaba por la salida, que permitiría la
conti- nuidad de su vida. A la vera de su muerte, aprendió
a suplicar.

Dentro de un momento los gritos se detuvieron. El joven
estaba estático "como la torre del aje- drez" y
miró en lo alto el termómetro de la ca-
lefacción. Lo suficiente para matar a un individuo,
asfixiado, sin aire; tal como el patrón había
matado la inocencia de la chica.

Tomó un martillo de la caja de herramientas que
estaba cerca del baño, todo lento, como si la re- ciente
muerte del patrón hubiera sido tan normal como todos los
acontecimientos de aquella casa, como si fuera un grito
más dentro del mismo contexto. Rompió la cerradura
y sacó el cuerpo muerto. En el rostro tenía
aún la libido encendida y un rigor mortis inevitable.
Cuando lo depositó en el piso, la criada de reemplazo que
llegaba a su turno, gritó: -Han matado al pa- trón,
auxilio…

Luego de este cambio de planes, el chico apren-
dió que la esperanza es inútil, "hace tiempo
–le- jodieron la sonrisa con esa palabreja" como
sabía que lo diría Granda. Un amor es
tétrico, casi fatal, el sentimiento es inútil, la
realidad y el tiempo son factores inalterables, que se de- testan
pero que se imponen. Visto de esta ma- nera, no era tan
difícil, empacar sus libros y su ropa, salir del pueblo y
buscar un poco de nor- malidad en una ciudad próxima. La
joven no sa- bría nunca lo ocurrido, era su deseo;
él se sacrificaría por ella, sabía
perfectamente que el amor es un miedo disfrazado. Ella
estaría tran- quila, con su conciencia alborotada a ratos,
sin saber a ciencia cierta que ocurrió después del
incidente, mientras el joven –melancólico-
años después estaría detrás de un
escritorio, en alguna oficina de la ciudad, recordándola
todavía.

Alejandrías en la
Menor

ENTRE UN BESO Y
OTRAS DESPEDIDAS

"Oh más dura que el mármol a
mis quejas

Y al encendido fuego en que me
quemo…" GArCiLASO dE LA VEGA

A daniela Alejandra

Es prácticamente imposible establecer una teo-
ría o un procedimiento exacto en el campo del
sentimentalismo humano, específicamente de aquel que se
origina entre un hombre y una mujer; por diversos motivos es
demasiado com- plicado marcar lapsos y reglas –por ejemplo
cuándo el cariño se torna amor, o cuando el amor se
torna en odio y viceversa- o cuestiones similares, en esta etapa
de la mente humana.

A la edad de mis veinte años yo aprendí
aquellas sentencias por una rara experiencia, que a dife- rencia
de algunos detalles, es muy similar a la mía. Mi hermana
menor había optado por el sui- cidio, como una útil
escapatoria a una repentina ruptura de ese lazo sentimental con
quien se em- peñaba en etiquetar como "novio". Tal como la
conocía se me hacía estúpido y hasta un poco
ri- dículo, el espectáculo que me pronosticaban sus
palabras. Que decir –en ese entonces- a sus lacri- mosas
confesiones, hechas justamente una noche antes de encontrarla
muerta. Solo el grito aterra- dor de mi madre, a la mañana
siguiente, me hizo caer en la realidad. Cómo se puede
expresar con palabras aquel cuadro? Los colores y matices del
rosa de su habitación hacían que el cuerpo muerto
sobresaliera, se hiciera más notorio. La ingesta de
algún veneno había hecho el resto del trabajo. Al
remover recuerdos unos días después en su habi-
tación, encontré aquellos papeles, que tal vez fue-
ron el sello –la sentencia- de su repentina muerte. Estaba
embarazada. Oculté los papeles en mi cha- queta y
callé. Ella me había hecho su confesor en esa noche
y yo no podía traicionarla por nada.

Luego de este episodio me di cuenta también, que
la linealidad del sentimiento es obvia, por tanto aburrida; la
tragedia llegará tarde o temprano. Que el amor
inevitablemente eterno, tan solo se da en esas novelas
carrasposas de hace tiempo. Llegué a comparar este defecto
de la mente hu- mana, con el tiempo –defecto de la realidad
real- los dos eran irrepetibles e insolucionables. Bajo estos
postulados yo defendía mi inaliena- ble posición:
para mí el amor no existía, era una imposibilidad
teórica, más bien, el amor no era otra cosa que una
variación –bien disfrazada- del miedo en los
humanos.

Solo luego de unos mese la conocí. Asistí
a la función de teatro –que tampoco planeé-
como lo hacía a cualquier evento cultural: esperaba lo
distinto, lo sublime, la belleza y el arte en sí mismo; y
por cierto aquella noche los encontré. La vi a un lado de
la acera –olvidé mencionar que dicha obra era una
muestra del teatro calle- jero de nuestra ciudad, en una
plazoleta del norte de la capital– la vi, sentada en una
roca.

Aquella forma de vestir que desafiaba los pará-
metros de lo normal me hizo pensar de inme- diato en la
originalidad: después de todo, en estos días, lo
original consistía en imitar lo peor que se pueda a lo
preestablecido, al fin de cuentas, sigue siendo una
repetición voluntaria.

Aplicando este esquema yo la podía nombrar:
original.

La obra teatral consistía en un par de mofas a un
futuro posible, la adquisición de nuevos me- dios de
producción de energía, entre otras cosas. Todo era
todavía común ante mis ojos. Se pre-
guntarán entonces, dónde encontré esa
belleza, eso distinto, ese arte: pues sin más
preámbulos: en ella. También valdrá aclarar
que nunca antes la había visto, por eso se me hizo
extra-ordina- rio que a paso lento se acerque a despedirse.
Imaginé entonces que después de mantener toda mi
atención en ella, más que en la obra, se pre-
guntara quien era yo. Tal vez me asoció con un posible
conocido.

Mencioné ya lo de la linealidad del sentimenta-
lismo?, tal vez sí, porque en este tipo de conver-
saciones uno olvida hasta lo que ya ha dicho y también lo
que tenía que decir.

Pues bien, aquella linealidad se hizo presente en este
caso. A los pocos días de la función, recibí
su llamada, acordamos un lugar y salimos. Ha- blamos de teatro y
de cosas parecidas. Afortu- nadamente, en mi memoria tenía
guardadas un par de citas de Romeo y Julieta, por haberla visto
solo unos días antes. Al mencionarlas, mi imagen se
formó como la de un erudito en la materia. Es asombroso lo
que un par de pala- bras dichas en el momento oportuno y en la
conversación adecuada, pueden llegar a hacer.

Para no invalidar aquella imagen, me dediqué a
buscar teatro, pero para leer. Así terminé en De La
Barca, en Lope, García Lorca, incluso en Adoum. Solo
entonces me decidí a buscarla.

Si ya te lo he dicho, tan lineal es este caso, que solo
fue cuestión de tiempo agorar lo que ven- dría. El
proceso era repetido una y mil veces, el hombre difumina la
realidad, con tal de obtener el cariño, por lo menos, de
la mujer. Yo lo sabía, pero no quería – o
más bien no pude- evitarlo.

Cada vez que podía, citaba algún pasaje,
de algo que acababa de leer, con el fin de acrecentar la
ilusión. La palabra era mi llave maestra, mi puerta de
acceso a su asombro. Comparé enton- ces: en el idioma
inglés la palabra "espada" era igual a "sword", lo que la
diferenciaba de "pa- labra" era una simple consonante,
así, "palabra" era "Word". Tal vez porque los ingleses
sabían el poder de la palabra, utilizada como arma. Tam-
bién porque la brevedad la hace más
peligrosa.

Un día, a fuerza de palabra, llegué, con
mucho cansancio, a la puerta de sus labios. Golpee tan fuerte
como pude, pero nadie res- pondía. Ella miraba todo desde
dentro, detrás del vidrio inquebrantable de sus ojos, me
veía como un experimento peligroso, como una en- fermedad
venérea. Hasta que el tiempo trazó con más
fuerza, la línea que tanto evitaba y tal vez hasta la hizo
más larga. Era como un borrón en mis ojos y una
pequeña grímpola de triunfo para la
dama.

Momentáneamente me resguardaba de su mal,
disfrazada indolencia en algunas breves lecturas que hallaba en
un cajón de mi casa, que jamás pensé
utilizar. Así, yo llegué a saber más de te-
atro y de literatura, que de cómo manejar el apa- rato
productor de sangre. Sólo aquella noche no pude contenerme
ni un segundo más.

En algún lugar yo había leído: "Oh
más dura que el mármol a mis quejas/ y al encendido
fuego en que me quemo…" y algo parecido tenía que
decirle, por supuesto, en otras pala- bras. La comezón de
los dedos llegó a un punto fatal: levanté el
auricular del aparato telefónico y la
llamé.

Después de una breve platica, fijamos el sitio y
la hora de la despedida. La estructura de sus ora- ciones era tan
previsibles aquel día. Entre esas palabras que pude
rescatar, constaban serios re- mordimientos por el
fatídico encuentro –a su punto de vista- en aquella
función de teatro. Yo callaba. Intentar responsabilizar al
tiempo de los actos que desencadena era ridículo, risible,
ya que ni el mismo tiempo tenía la culpa de existir por
sí mismo.

El lugar acordado era un café,
paradójicamente casi en el preciso lugar donde nos
conocimos. La zona norte de la ciudad. El clima aún no
ponía su acostumbrada mala cara, en esta época del
año. Asumí la culpa: la de ella y la mía,
como una sola. Lo único que acerté a decirle fue un
par de versos de Adoum: "No sé quien dian- tre me
mandó a meterme/ en la camisa-de-once- varas de tu vida/
si la soledad me quedaba tan bien como un otro
esqueleto…"

Lamentablemente, esa tarde, la puerta de sus la- bios se
me abrió con potencia ante mi rostro. Fue un golpe
certero. Solo por ese instante se me amputó la tristeza y
dicha ablación fue casi indolora, a no ser por sus
enigmáticos dientes que irrumpieron la tranquisoledad de
mis labios

– que yo creía, de
cartón-

– De cartón mi amigo? Y soltó una torcida
y pe- queña sonrisa, el interlocutor.

Sí, de cartón. Y cuando vi su silueta de
espaldas, justo en el umbral de la puerta del café,
entendí todo por completo. Cada uno de sus actos contra
mí, eran una despedida, incluso el primer saludo que ella
me dio. El beso solo era una pieza del rompecabezas, era solo una
de sus tantas y tan variadas formas de decirme adiós. Y
por un mo- mento, entonces, en un pequeño lapso,
entendí a mi hermana ya muerta. "Hasta los sobrevi-
vientes también mueren", recordé, solté una
sonrisa boba y empecé mi espera. Cada acto fue un
movimiento en este ajedrez sentimental y perdí por jaque
mate total. Pero ahora, dime, que ha sido de ti en estas
vacaciones en las que no te he visto, querido
amigo…

– Lo mismo de siempre, vacaciones en la playa. Ya sabes:
sol, arena, mar… y nada más.

EL SILENCIO DEL
ECLIPSE

"a él, le sanó la idea de
volver a verla, A ella, le enfermó la idea de no volver a
verlo"

iVáN EGüEz

En el preciso instante del eclipse, él
recordó su nombre. Aquella secuencia de fonemas -y dado el
caso, de grafemas- que tanto le dolía en el pecho. Desde
la ventana del cuarto piso del edi- ficio, viejo y de un color
crema cuarteado por los años, se observaba perfectamente
el fenó- meno astral. Colocó sus manos en el vidrio
y sintió un frío estremecedor en la punta de los
dedos, por donde había –hace unos días, sola-
mente- pasado sus cabellos. Descartó ideas y asoció
ese fastidioso temblor, con el frío inver- nal de la
ciudad. La relación de la luna y el sol, es una redonda
metáfora del amor platónico.

Ahora la náusea era insoportable, incluso
–para él- pronunciar solamente, ese nombre era mo-
tivo de grandes suspiros cobijados por un leve manto casi
transparente, de lágrimas; que bien por el recuerdo o por
la necesidad de esos la- bios diabólicos y juguetones,
eran como un licor áspero y embriagador.

Luego de recorrer el cielo sin estrellas y de aca-
riciar la ventana, pensando en esa piel de Afro- dita,
dejó el sitio. Se acercó al mare magnum que era su
cuarto y precisamente al mismo mo- mento de levantar el auricular
del aparato tele- fónico, se le entumió la "A"
inicial de su nombre, en la garganta. Abortó el intento.
En su lugar tomó un trozo de papel y escribió
–tam- baleante- el nombre que le mordía los
sueños y le escupía de vez en cuando un recuerdo
hala- gador. Ese papel fue suyo, para siempre jamás, como
su turbado, retorcido, obtuso: "recuerdo de la bella".

– Mi plan era simple A… "yo, mi, me, contigo"
pero ahora que duele tanto estar sintigo, corro el
gravísimo peligro de volverme humano.

Fue todo lo que la mano, soportó. Dejó el
papel, y empezó a rememorar. Agnosis
voluntaria.

Entre tanto, ella, al pie de la puerta de su casa,
recordaba esos ojos melancólicos y desgarrado- res:
sintió piedad, o un sinónimo de eso; y como un
piedrazo al eclipse, soltó su nombre al viento, lejos,
donde ya no le estorbe más. Ese "puro amor, casi desamor,
amortajado" le per- mitía tales actos, imposibles para
él; equipara- bles al respirar: necesarios, pero casi,
casi, inconscientes. Recordó esos ojos hipotética-
mente caducos, que la hacía posible en ese turbado y
laberíntico cerebro.

Mirando el mismo cielo egoísta y ególatra,
se dio cuenta de que de una manera muy cómica – y en
contra de su propia voluntad- ella también lo necesitaba,
aunque sea, como un par de za- patos viejos, que en el momento en
que pierden el gusto, no se usan.

Entró.

Tomó asiento en la pulcritud de su sala de
existir

–término casi conjugable con estar- justo
al lado del teléfono y esperó la llamada, que de
todas maneras no iba a contestar. Se le cayó una son- risa
macabra, esa que tanto gustaba y dejaba de que hablar, como un
poema con rima perfecta. Garabateó la idea en su
cabeza:

– En lo más profundo de todos mis yo, me re-
pugna la idea de que todos sus él, vengan a con-
trarrestar mi noserdad, pero vale la pena decir que solo uno de
mis tantos y tan variables yo, disfruta de cada uno de sus
él.

El eclipse continuó en el cielo, pero era innega-
ble que el sol y la luna solo aparentaban con- tacto. Y ese
aparente contacto crea la oscuridad, incluso en un día
como aquel, sin nada en espe- cial. Sinónimo de esos dos
personajes. Por mi- lésimas de segundo se necesitaron,
como el agua necesita del aceite, para poder refutar. Pero en ese
punto, ni ella, ni él, lo sabían.

 

 

Autor:

José Oswaldo Aldás
Revelo 

Partes: 1, 2
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter